Algo tocado después del empacho de templos y con una necesidad apremiante de relax y reposo, llegué a Pondicherry, antigua colonia francesa y clásico centro de veraneo. Una tranquila localidad en la costa de la bahía de Bengala, con mucho encanto, donde no se percibe tanto barullo y caos como en otras ciudades indias, y donde la gente se toma la vida con más calma. Sin duda, el lugar que estaba buscando para poner fin a mi viaje por tierras sureñas.
Vista del paseo marítimo
La mañana del último día la pasé tirado en una playa prácticamente desierta, en el distrito de Auroville, a unos 8 kilómetros de Pondicherry. Un sitio paradisiaco en el que disfrutar de un merecido descanso. No había apenas gente, salvo una familia con pinta de occidentales, un socorrista colocado, y un curioso bañista procedente de Calcuta, que estuvo un rato charlando conmigo antes de irse a meditar a la orilla. Tras un rato metido en el agua, el tipo volvió a la ciudad, declarando que “una hora al día es bastante”. Yo, por supuesto, decidí quedarme algo más. Se estaba fenomenal allí, la verdad.
Llegó un momento en el que me apeteció tomarme una cervecita fresca y algo de picar, así que me puse a caminar por la playa, en busca de un chiringuito, quiosco o algo similar. Después de más de una hora andando por la orilla, no vi nada más que perros, cuervos y pescadores, algunos faenando con sus barcas, otros simplemente defecando tranquilamente, a la espera de olas con las que enjuagarse el ojal. Me di cuenta que aquello no era Fuengirola precisamente, así que decidí separarme del mar y adentrarme en el pueblo, hasta que finalmente di con un hotelillo donde pude repostar. Aquella birra después de la caminata me supo a gloria.
Ya de regreso a la ciudad, con el lomo tostado, y tras una buena siesta (creo que la segunda que me echo desde que estoy en la India), me di una vuelta por las calles, donde se pueden descubrir aun muchos vestigios coloniales. Los franceses se establecieron aquí durante 50 años, y su huella se aprecia en algunos elementos, como el nombre de las calles o la vestimenta de los policías, con gorros rojos. Incluso es frecuente oír hablar francés entre la gente, tal y como ocurre con el inglés en la mayor parte de India. Pero lo mejor que pudieron dejar los franceses a su paso, fue la influencia en la cocina. Hay cantidad de buenos restaurantes en Pondicherry, donde es posible saborear exquisitos platos europeos por un módico precio. Recomiendo la terraza del Hotel Aristo, por ejemplo, o el Rendezvous.
Aparte de por sus playas y su ambiente colonial, Pondicherry es famosa por ser el lugar donde Sri Aurobindo, famoso líder espiritual indio, construyó su ashram (centro de meditación y aprendizaje). Aquí es donde descansan sus restos junto a los de "La Madre", una mujer francesa que fue su mayor discípula. Hoy día, el centro promueve diversas actividades culturales y educativas, y sirve de alojamiento a miles de personas al año, que llegan en busca de retiro espiritual. Tras pasar por aquí, me dirigí al paseo marítimo para apurar mis últimas horas antes de coger el autobús que me llevaría de vuelta a Bangalore. Sentado en una roca del malecón, enfrente del mar, hubiera deseado que el tiempo se parara en ese instante. La amarga sensación de que el viaje tocaba a su fin.
Me sentí contento de haber elegido Pondicherry como última etapa. Era lo que me venía haciendo falta, y por mí no me hubiera importado estar un par de días más allí tirado a la bartola, pero había que volver al tajo. Atrás queda una nueva aventura para recordar, corta pero intensa. La siguiente será una vez que vuelva a Delhi, el 19 de agosto, recorriendo las faldas del Himalaya hasta llegar a Dharamsala, la residencia del Dalai Lama. Pero hasta entonces aún me quedan una par de semanas más para seguir disfrutando de Bangalore, su buen tiempo, sus baretos, y su buena gente. Echaré de menos esta ciudad.
sábado, 1 de agosto de 2009
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